Hace ocho años tenía 15 y estaba en Roma, enamorándome de una ciudad, de su olor, de sus calles, de su ajetreo, de su arquitectura, de sus helados y de sus pizzas. Descubriendo qué es salir de fiesta, que te dejen sola en mitad de una ciudad que no conoces y te dejen perderte. Siempre digo que si me hubiesen dado la opción me habría quedado en Roma para siempre, con la alegría de sus calles y su gente. Pero volví, como todos, para graduarme y retomar mi vida en mi pueblecito perdido del mundo.
Hoy Roma está vacía, igual que mi pueblo, igual que mi ciudad, igual que gran parte del mundo. La gente se esconde en casa para evitar que otros les griten desde el balcón por estar en la calle. Nos reíamos de Black mirror, lo veíamos como algo posible, pero en un futuro muy lejano, la realidad es que estamos viviendo en una mezcla de episodios de la serie. Vecinos que denuncian a otros vecinos sin saber su situación, gente enferma llenando hospitales hasta la extenuación, los gobiernos llamando al confinamiento para que la pandemia no vaya a más, falta de recursos, de ganas, de conocimiento. La policía abusando de su poder y aprovechando para dejarse llevar por la rabia y la protección de una placa.
Ahora todos sonreímos y nos congratulamos de la alegría de los balcones, de esa gente que sale a cantar o bailar o a tocar un instrumento o a esos que pinchan música y proyectan películas desde su salón para amenizar el encierro. Pero por si alguien lo duda, esto acabará y cuando acabe la locura todo volverá a ser como antes, dejarás de hablar con tus vecinos y te quejarás si cantan o ponen la música un poco más alta, te importará bien poco que en el ambulatorio no tengan todo el material que necesitan, a no ser que lo necesites tú, las calles volverán a llenarse, las ciudades volverán a estar bajo una nube gris y los peces y los delfines se irán de Venecia como si aquí no hubiese pasado nada.