El eterno invierno

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Al terminar el eterno invierno y florecer el primer cerezo dejé de levantarme pensando en ti. Después de todo volvía a ser yo, respiraba acompasada y caminaba con garbo, sin arrastrar los pies y levantando la cabeza.


Te quise tanto que cuando cerraste la puerta empezó a doler como si me arrancaran el corazón, las tripas y se me cerrara la garganta. Todo junto, sin previo aviso y sin fecha de retorno. Me convertiste en un alma en pena que vagaba por una ciudad gris escuchando jazz, me compré unas gafas de sol y las convertí en mi mejor aliado. El negro y yo nos hicimos uno, sumisos, derrotados y devastados por una tormenta que parecía no tener fin. Sumidos en el cesar eterno de los latidos de tu cuerpo, ya lejanos, ensombrecidos por el dolor, aquellos que aunque niegues sentir, sentías.
He tardado en aborrecer el estado de inconsciencia, lo tenía ya tan cogido de la mano que se me olvido que podía soltarlo y dejarlo fluir, volver a respirar. Ya no eres ese peso muerto que arrastraba allí donde iba, una soga que colgaba de mi cuello juguetona e insaciable, buscando dolor, ira y un llanto descontrolado que me dejaba inconsciente durante horas que creía muertas.

Terminó, ahora respiro de nuevo, siento como mi cuerpo se va llenando de vida cada segundo que pasa, como si de un recién nacido se tratase, aprendiendo de nuevo, con derecho a equivocarse y a enmendar lo que un día erró. Gracias por todas las caricias y las noches cuerpo a cuerpo, porque por mucho que me despoje de ti, a ellas no las olvidaré.





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